La infraestructura casi siempre acompaña al desarrollo de las ciudades. La historia de la ciudad de Chimbote condensa uno de los procesos de transformación urbana e industrial más acelerados del siglo XX en el Perú. De una pequeña caleta de pescadores artesanales, pasó en apenas dos décadas a convertirse en la capital del acero peruano y en el primer puerto pesquero del mundo.
Este desarrollo vertiginoso fue posible gracias a una combinación de decisiones estratégicas, inversión pública y privada, y una infraestructura energética que encendió el crecimiento: el proyecto hidroeléctrico del Cañón del Pato, cuya primera etapa comenzó a operar en abril de 1958.
La idea de conectar Chimbote con el interior del país venía gestándose desde inicios de la República. Ya en 1917, el ferrocarril Chimbote–Huallanca conectaba la Costa con la Sierra de Áncash. Pero sería el ingeniero ancashino Santiago Antúnez de Mayolo quien, en 1915, propuso aprovechar el potencial hidráulico del río Santa para alimentar una central hidroeléctrica en el Cañón del Pato. La central se ubicó en el mismo distrito de Huallanca, en la confluencia de los ríos Santa y Quitaracsa, en la provincia de Huaylas, también en Áncash, 153 kilómetros al este de Chimbote.
El objetivo inicial de dicho proyecto era impulsar la agricultura en la región, pero pronto su visión se amplió hacia un megaproyecto industrial que integraría minería, electricidad y siderurgia.
La consolidación de esta propuesta tomó cuerpo con la creación de la Corporación Peruana del Santa (CPS) en 1943, y se concretó el 21 de abril de 1958 con la puesta en marcha de la central hidroeléctrica y la inauguración de la planta siderúrgica en Chimbote. Ese mismo año, el presidente Manuel Prado celebraba el nacimiento de un nuevo polo de desarrollo para el país.
La central del Cañón del Pato dotó a Chimbote de la energía necesaria para levantar la siderúrgica SOGESA (luego Siderperú) y toda una infraestructura industrial en expansión. La planta siderúrgica producía 80 mil toneladas de acero en 1965 —un tercio del consumo nacional— y proyectaba crecer hasta 350 mil. Las expectativas de empleo y los altos salarios atrajeron a miles de migrantes.
En paralelo, la actividad pesquera vivía su propia revolución. Durante la Segunda Guerra Mundial, Chimbote comenzó a abastecer de conservas a las tropas aliadas. Luego, con el auge de la harina de pescado —impulsado por empresarios como Luis Banchero Rossi— la ciudad experimentó una segunda explosión económica. En 1965, procesó dos millones de toneladas de anchoveta.
Chimbote tenía entonces 600 bolicheras, más de 30 fábricas y cerca de 10 mil trabajadores ligados directa o indirectamente al sector pesquero.
Este doble boom —siderúrgico y pesquero— convirtió a Chimbote en un imán para la migración. Su población pasó de 4,254 habitantes en 1940 a más de 67,000 en 1961, en su mayoría proveniente de la Sierra. La ciudad se extendía sobre terrenos ocupados por los propios migrantes, con nombres que aludían a fechas de invasión o valores colectivos: El Progreso, La Esperanza, Pueblo Libre. Era una ciudad popular, obrera y andina. “Chimbote es un laboratorio social del Perú contemporáneo”, escribió en esos años el sociólogo Denis Sulmont, testigo de primera línea de esta transformación.
Hoy, Chimbote es una de las principales ciudades de la costa norte y busca nuevas rutas de desarrollo. Pero su historia sigue siendo una lección potente: cuando el Estado y el sector privado apuestan por infraestructura estratégica —como la central del Cañón del Pato— no solo dinamizan industrias, también se crean nuevos territorios. Pensar en el futuro energético del Perú, en los clústeres mineros que se proyectan, es también mirar el ejemplo de Chimbote: una ciudad que nació de la electricidad, creció con el acero y la pesca, y sigue buscando cómo impulsar su desarrollo.